«Diario de Lloyd Lewis»
«27 de junio de 2019»
«27 de junio de 2019»
Entrada número cuatro (parte 1):
Llevo ya tres
días aquí. El viejo tenía razón: este sitio está bien. Se está muy tranquilo. Aunque
me está costando mucho acostumbrarme a despertarme en una cama, en una casa,
cada día. Después de tanto tiempo en el camino, tener un techo sobre mi sesera
se me hace tan raro como si fuese un pez recién pescado y estuviese dando
saltos sin sentido en tierra firme. Igual no es la mejor de las comparaciones.
Vi la casa de Hiram la mañana siguiente de mi llegada. El cabrón la tiene
cuidada de cojones. Cuando no lo usa, tiene la camioneta Mercedes, un trasto de
seis ruedas rojo y grande de cojones, aparcado delante del garaje. Los jardines
que rodean la casa los ha estado trabajando, y ahora son una plantación pequeña
llena de brotes. La casa en sí no es la más grande de toda la urbanización,
pero sí una de las del centro. Así ningún cabrón la vería, por muchos cojones
que tenga de acercarse.
La urbanización tiene sitio suficiente para unas cuantas personas. A veces
me pregunto por qué el viejo no invita a más gente a vivir aquí, pero es solo
hasta que me acuerdo del cabrón al que tuve que matar. La gente ya no es lo que
era… aunque no puedo decir que tenga un buen recuerdo de ellos antes de que
todo se fuese al carajo. Ya había ladrones y asesinos antes, lo que pasa es que
ahora no les frena una mierda.
Pasé estos últimos tres días ayudando al viejo con algunas chapuzas. Lo
peor de todo fueron los generadores. Algunos funcionaban, otros estaban hechos
una mierda. Pero en la ciudad trabajé en la reparación y en la construcción
cuando todo se fue al carajo, y pude poner a punto tres de esos cacharros. El
viejo quiso pagarme regalándome uno, pero todavía no sé si voy a quedarme aquí,
así que le dije que no.
Esta mañana, el viejo llamó a la puerta de la casa que ocupo. Cuando le
abrí, traía una botella de whisky del caro, dos vasos y una bolsa de lona a la
espalda. Le invité a pasar. Bebimos juntos unos tragos de whisky, y… ¡Joder,
que bueno estaba el muy cabrón! Los ricos sí sabían vivir.
“Voy de caza.” Me explicó el viejo. “Teng’un montón de latas y cosas d’esas
en la despensa. Pero m’hace falta carne. Hay ciervos en el bosque. ¿Vienes?” La
idea no me pareció mala. Me he pasado los últimos días sin hacer nada, leyendo
putos libros y cómics que había por las casas de alrededor, o que el viejo me
ofreció. Me estaba oxidando. Así que le dije que sí. El viejo abrió la bolsa
que traía y sacó dos rifles de caza cojonudos, de esos con mira telescópica. Me
dio uno, y solo puedo decir que flipé con lo bien cuidado que estaba.
El bosque, que se encuentra en la parte de atrás de la urbanización, es
artificial. Se nota porque los árboles son pinos que crecen en filas ordenadas.
Pero, igual que las personas, los animales han tenido que adaptarse, y es mejor
un bosque plantado por los humanos a los putos kilómetros y kilómetros de
desierto que dejé atrás por el camino. No se oye un jodido sonido, y hace menos
calor allí.
El viejo y yo estábamos callados. El perro, como siempre, iba separado de
nosotros, oliendo los árboles, meando en los que le parecían interesantes, a
saber cómo coño los seleccionaba. No vimos ni un puto animal en las dos horas
que estuvimos allí. Al final, estaba cansado de andar en círculos, con el rifle
en las manos, y decidí preguntarle al viejo al respecto. “¿Está usted seguro de
que hay animales aquí?”
“Algún pájaro tié que haber, por lo menos.” Aseguró el viejo. Dijo
que había visto una bandada de “algo que parecían pájaros” volando por encima
del bosque. Pájaros seguro que eran, pues no creo que los putos cerdos vuelen
aún. Con todo, allí no había nada. El viejo, además, estaba cansado. Le costaba
respirar y cojeaba.
“Mire, señor. Váyase a casa a descansar. Seguiré buscando por aquí. Estoy
seguro de que cazaré algo.” Me costó bastante convencerlo, pero al final el
viejo cabezón me hizo caso. Me quedé en el bosque solo con el perro. Me tumbé
en un sitio, entre la maleza y esperé. Esperé por lo menos tres cuartos de
hora, y ya empezaba a tener calambres y agujetas en todo el cuerpo, y entonces
apareció un ciervo. No llegó volando, así que era improbable que fuese uno de
esos bichos voladores que me dijo el viejo. El ciervo era mejor. Le volé la
cabeza de un solo disparo, puto fusil y su puta potencia, y fui a ocuparme de
él.
El perro vino conmigo, pero no me siguió. Se largó en otra dirección, y por
mucho que le llamé no me hizo caso. Así que no me quedó otra que seguirlo. Le
encontré a cien metros del ciervo muerto, escarbando en el suelo al pie de un
árbol. No supe qué coño estaba desenterrando hasta que me acerqué. Y cuando lo
hice vi que el chucho estaba metiendo las patas en un montículo de tierra
reciente. Me agaché a ver qué coño había encontrado el perro, y cuando metí la
mano, saqué una puta calavera. Casi me da un chungo allí mismo. Uno aún no se
acostumbra a esta mierda de encontrar gente muerta allá dónde va.
Había más partes de un esqueleto allí dentro. Casi no tenían carne, pero sí
un montón de putos gusanos. Apestaba a podredumbre. Seguro que fue esa peste lo
que atrajo al pobre chucho, pero si había tenido ganas de comerse aquella
carne, las perdió cuando saqué fuera la calavera. Si ya a mí me huele mal, el
pobre animal, con su jodido olfato canino, debe estar sufriendo.
Y había otra cosa: la calavera tenía un agujero de bala.
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