lunes, 21 de julio de 2014

Lloyd (5)



«Diario de Lloyd Lewis»
«27 de junio de 2019»




Entrada número cuatro (parte 1): 


Llevo ya tres días aquí. El viejo tenía razón: este sitio está bien. Se está muy tranquilo. Aunque me está costando mucho acostumbrarme a despertarme en una cama, en una casa, cada día. Después de tanto tiempo en el camino, tener un techo sobre mi sesera se me hace tan raro como si fuese un pez recién pescado y estuviese dando saltos sin sentido en tierra firme. Igual no es la mejor de las comparaciones.


 Vi la casa de Hiram la mañana siguiente de mi llegada. El cabrón la tiene cuidada de cojones. Cuando no lo usa, tiene la camioneta Mercedes, un trasto de seis ruedas rojo y grande de cojones, aparcado delante del garaje. Los jardines que rodean la casa los ha estado trabajando, y ahora son una plantación pequeña llena de brotes. La casa en sí no es la más grande de toda la urbanización, pero sí una de las del centro. Así ningún cabrón la vería, por muchos cojones que tenga de acercarse.

La urbanización tiene sitio suficiente para unas cuantas personas. A veces me pregunto por qué el viejo no invita a más gente a vivir aquí, pero es solo hasta que me acuerdo del cabrón al que tuve que matar. La gente ya no es lo que era… aunque no puedo decir que tenga un buen recuerdo de ellos antes de que todo se fuese al carajo. Ya había ladrones y asesinos antes, lo que pasa es que ahora no les frena una mierda.

Pasé estos últimos tres días ayudando al viejo con algunas chapuzas. Lo peor de todo fueron los generadores. Algunos funcionaban, otros estaban hechos una mierda. Pero en la ciudad trabajé en la reparación y en la construcción cuando todo se fue al carajo, y pude poner a punto tres de esos cacharros. El viejo quiso pagarme regalándome uno, pero todavía no sé si voy a quedarme aquí, así que le dije que no.

Esta mañana, el viejo llamó a la puerta de la casa que ocupo. Cuando le abrí, traía una botella de whisky del caro, dos vasos y una bolsa de lona a la espalda. Le invité a pasar. Bebimos juntos unos tragos de whisky, y… ¡Joder, que bueno estaba el muy cabrón! Los ricos sí sabían vivir.

“Voy de caza.” Me explicó el viejo. “Teng’un montón de latas y cosas d’esas en la despensa. Pero m’hace falta carne. Hay ciervos en el bosque. ¿Vienes?” La idea no me pareció mala. Me he pasado los últimos días sin hacer nada, leyendo putos libros y cómics que había por las casas de alrededor, o que el viejo me ofreció. Me estaba oxidando. Así que le dije que sí. El viejo abrió la bolsa que traía y sacó dos rifles de caza cojonudos, de esos con mira telescópica. Me dio uno, y solo puedo decir que flipé con lo bien cuidado que estaba.

El bosque, que se encuentra en la parte de atrás de la urbanización, es artificial. Se nota porque los árboles son pinos que crecen en filas ordenadas. Pero, igual que las personas, los animales han tenido que adaptarse, y es mejor un bosque plantado por los humanos a los putos kilómetros y kilómetros de desierto que dejé atrás por el camino. No se oye un jodido sonido, y hace menos calor allí.

El viejo y yo estábamos callados. El perro, como siempre, iba separado de nosotros, oliendo los árboles, meando en los que le parecían interesantes, a saber cómo coño los seleccionaba. No vimos ni un puto animal en las dos horas que estuvimos allí. Al final, estaba cansado de andar en círculos, con el rifle en las manos, y decidí preguntarle al viejo al respecto. “¿Está usted seguro de que hay animales aquí?” 

 “Algún pájaro tié que haber, por lo menos.” Aseguró el viejo. Dijo que había visto una bandada de “algo que parecían pájaros” volando por encima del bosque. Pájaros seguro que eran, pues no creo que los putos cerdos vuelen aún. Con todo, allí no había nada. El viejo, además, estaba cansado. Le costaba respirar y cojeaba.

“Mire, señor. Váyase a casa a descansar. Seguiré buscando por aquí. Estoy seguro de que cazaré algo.” Me costó bastante convencerlo, pero al final el viejo cabezón me hizo caso. Me quedé en el bosque solo con el perro. Me tumbé en un sitio, entre la maleza y esperé. Esperé por lo menos tres cuartos de hora, y ya empezaba a tener calambres y agujetas en todo el cuerpo, y entonces apareció un ciervo. No llegó volando, así que era improbable que fuese uno de esos bichos voladores que me dijo el viejo. El ciervo era mejor. Le volé la cabeza de un solo disparo, puto fusil y su puta potencia, y fui a ocuparme de él.

El perro vino conmigo, pero no me siguió. Se largó en otra dirección, y por mucho que le llamé no me hizo caso. Así que no me quedó otra que seguirlo. Le encontré a cien metros del ciervo muerto, escarbando en el suelo al pie de un árbol. No supe qué coño estaba desenterrando hasta que me acerqué. Y cuando lo hice vi que el chucho estaba metiendo las patas en un montículo de tierra reciente. Me agaché a ver qué coño había encontrado el perro, y cuando metí la mano, saqué una puta calavera. Casi me da un chungo allí mismo. Uno aún no se acostumbra a esta mierda de encontrar gente muerta allá dónde va.

Había más partes de un esqueleto allí dentro. Casi no tenían carne, pero sí un montón de putos gusanos. Apestaba a podredumbre. Seguro que fue esa peste lo que atrajo al pobre chucho, pero si había tenido ganas de comerse aquella carne, las perdió cuando saqué fuera la calavera. Si ya a mí me huele mal, el pobre animal, con su jodido olfato canino, debe estar sufriendo.

Y había otra cosa: la calavera tenía un agujero de bala.

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